martes, 29 de outubro de 2013

UEFA y RFEF: Un Código de Conducta contra el tráfico de menores en el fútbol (petición en change.org)


Petición creada por Alassane Diakite
Madrid, España
Si mucha gente de mi país está dispuesta a arriesgar su vida en una patera tratando de cruzar el Estrecho ¿cómo iba yo a resistirme a la invitación de un europeo bien vestido que me prometió hacerme una estrella del fútbol?
Me llamo Alassane y nací en Mali, en África del Oeste. De pequeño me encantaba jugar al fútbol. Cuando tenía 15 años vino a verme un hombre que me prometió que podía convertirme en una estrella del fútbol en Europa. Mis padres invirtieron todos sus ahorros en pagar lo que ese hombre les pedía a cambio. Pero cuando llegué a Francia, en lugar de llevarme a un estadio de fútbol, me metieron en un sótano durante meses, sin ver un balón.
Lo que me pasó a mí también les pasa a miles de niños africanos, algunos de incluso 12 y 13 años. La FIFA prohíbe que los clubes europeos contraten a menores de 18 años de fuera de Europa. Así que lo que hacen algunos agentes es atraernos con promesas de gloria, y traernos a Europa con becas falsas, contratos de trabajo como jardineros o empleados del bar del estadio, falsificando nuestra edad en el pasaporte. Y si al final resulta que no somos el nuevo Eto’o o el nuevo Drogba, nos dejan tirados y nos abandonan en un país que no conocemos, lejos de nuestras familias y sin dinero.
Al final yo conseguí llegar por mi cuenta a España y gracias a la bondad del Club Deportivo Canillas he podido encontrar una salida digna: juego al fútbol y soy entrenador de niños. Pero se calcula que en Europa hay unos 20.000 chicos africanos que llegaron siendo menores con el sueño de convertirse en futbolistas y que hoy sobreviven como pueden en las calles. 
No quiero que nadie más tenga que pasar por esto. Por eso hace poco estuve colaborando con la película Diamantes Negros, que se basa en mi historia para mostrar esta realidad invisible para mucha gente. Creo que logrará crear conciencia sobre esta situación.  Y para eso también lanzo esta petición. Yo he sido víctima y he sobrevivido, pero muchos no lo consiguen. Mi gran motivación y lo único que pretendo es que esto no vuelva a pasar con otros niños como lo era yo.
Ayúdame a acabar con este nuevo tráfico de menores. Firma la petición y pídele a la UEFA y a la Real Federación Española de Fútbol que aprueben un Código de Conducta contra el tráfico de menores en el fútbol.
Con tu ayuda, todos juntos, podremos cambiar esta situación que ya afecta a muchos niños desfavorecidos de mi continente.

PD. Aquí tienes un canal de Youtube en el que puedes ver los vídeos de mucha gente que está en contra del tráfico de menores en el fútbol.

domingo, 20 de outubro de 2013

Arte para iluminar África

El keniano Evans Wadongo presenta en la feria PAD de Londres su diseño de lámpara solar en una instalación que une moda con ingeniería
FLOR GRAGERA DE LEÓN Londres 20 octubre 2013
Evans Wadongo (1986) caminaba diez kilómetros cada día para asistir a su escuela. Y relata que fue afortunado porque sus padres, ambos maestros, podían permitirse comprar queroseno para alumbrar una lámpara con la que estudiar por las noches en su casa de barro y sin agua corriente, situada en una zona rural al oeste de Kenia. El ingeniero tiene ahora graves problemas en la vista por culpa del humo que emanaba del artefacto, que además puede provocar daños respiratorios e incluso cáncer de garganta y de pulmón, o incendios en viviendas que están construidas de hierba y de madera. Cuanto más estudie un chaval, mayor será el riesgo para su salud.
Wadongo llegó a la universidad y fue entonces cuando decidió ir ahorrando de su préstamo estudiantil para hacer uso del sol africano y llevar luz por la noche a los hogares gracias a una lámpara simple, realizada en un 50% de materiales reciclables, — y de chatarra—. Así nació la MwangaBora en 2004 que en suajili significa “luz buena”, y que funciona con energía solar.
La ingeniería se ha mezclado con la creación de moda y el arte, el del neoyorquino Reed Krakoff, en una instalación de decenas de estos faroles en la feria PAD de arte y diseño en Londres, que se clausura hoy. Allí cada pieza se vende a 250 euros a beneficio de la ONG Sustainable Development for All Kenya (desarrollo sostenible para toda Kenia, SDFA-Kenya) y el proyecto Just one lamp; su coste fuera del evento es de 25 dólares (unos 18 euros) y cambia las vidas de personas que no tienen acceso a la luz eléctrica.
En Kenia solo el 18% de la población tiene acceso a la electricidad. Cuanto más estudie un chaval con una lámpara de queroseno, mayor será el riesgo para su salud
“Muchos de mis amigos abandonaron la escuela porque no podían hacer los deberes y eran castigados. Los profesores no lo entendían…”, cuenta Wadongo, que fue nombrado uno de los Héroes de la cadena estadounidense CNN en 2010 por su iniciativa, ante las hileras de estas lámparas que han sido ataviadas con telas de vivos colores para su visita a Londres. El continente vive en la oscuridad en un 90%, explica, y este es un problema especialmente grave en los países subsaharianos; en Kenia solo el 18% de la población tiene acceso a la electricidad, según datos del Banco Mundial.
Pero los niños en el mundo rural deben atender al ganado durante el día y van al colegio por la noche, o estudian ya cuando ha anochecido, después de cumplir con otras obligaciones que contribuyen al sustento de sus hogares. Tener luz que dé vida a los apuntes es un lujo para ellos. “Aunque haya una red cerca, la conexión es muy cara. Cuesta 500 euros para personas [más de 30 millones en Kenia] que deben mantener a sus familias con uno o dos dólares al día”, afirma Wadongo. Comprar el peligroso queroseno para disponer de él a diario, prosigue, les hace gastar alrededor del 70% de ese salario.
“Algo importante es que el diseño fuera simple, de manera que no se necesita mucha pericia técnica para construir la lámpara”. Y que la gente se pudiese identificar con un modelo hecho a semejanza del farol de queroseno ha sido otra de las premisas de la creación. La MwangaBora posee un panel solar, una bombilla LED y una batería que sirve para 3.000 cargas.
La exposición al sol debe hacerse durante unas cuatro horas y dura seis. Ni que decir tiene que la intensidad de la luz que ofrece es 200 veces más brillante que la débil llama del queroseno, según sus impulsores. También de acuerdo con los datos que aportan, el ahorro es de 20.2 millones de libras en CO2 (casi 24 millones de euros), cantidad que se ha calculado tras la distribución de 30.000 lámparas hasta ahora.
Conseguir 25 dólares para comprar una lámpara era una barrera para muchas familias kenianas, por lo que el siguiente paso que dio Wadongo fue pensar más allá de la luz en un modelo de ingresos que la hiciera posible y aumentara su impacto. Ahora hay talleres para formar a los jóvenes en la técnica muy artesanal de confeccionar las lámparas. El keniano ha lanzado un programa para que los grupos de mujeres que ya están formados en las aldeas adquieran "habilidades básicas" para iniciar negocios. A cada una de ellas se le entrega la primera lámpara MwangaBora.
¿Y el arte? Evans Wadongo lo ve ligado a la manufactura de su invento. “Cuando la diseñé pensé en que hiciera el bien, pero también fuera un objeto que la gente desea tener”, asegura. Mientras, espera que otras 20.000 “luces buenas” se prendan en 2014 para que un niño como el que él fue pueda llegar a la universidad sin perder sus ojos o sus pulmones.

venres, 18 de outubro de 2013

mércores, 16 de outubro de 2013

La nueva trova ‘dakaroise’


Un grupo de juglares urbanos denominado Vendredi Slam riega de poesía las noches de la capital senegalesa

Los jóvenes retoman la tradición oral africana

Unas 50 personas se desparraman por el alargado patio del modesto edificio. Algunas están sentadas en sillas de plástico, pero la mayoría yace sobre alfombras y cojines en el suelo. Son las nueve de la noche, pero ni a esta hora el calor da una tregua. De repente, un joven alto y delgado, de cara angulosa, se levanta y empieza a recitar una poesía que ha preparado para la ocasión. Es Minuss Niang, administrativo en una empresa durante el día que, junto a su grupo de amigos, cada noche se sumerge en este mundo de música y versos que es como un universo paralelo bien diferente a la desnuda crudeza de las calles de Dakar, la ciudad donde habitan. Son Vendredi Slam. Poetas, raperos, juglares, oradores. Ningún adjetivo les cuadra y son un poco todo eso.
Samantha, pantalón vaquero, camiseta de tirantes, recita un poema dedicado a la mujer sobre un minimalista fondo de guitarra. Youssou, que acaba de llegar de Europa, se atreve con un texto sin verbos en el que repasa la historia reciente de Senegal. Halil, el más joven del grupo, le canta al amor mientras fija su mirada en una joven entre el público, poco antes de que Djamil saque de paseo toda su ironía y sentido del humor para recitar unos versos que abordan el siempre complejo tema del matrimonio. Y así, entre risas y poesía, música y sorbos de té, se va pasando la noche.
El primero de todos fue Diofel, un joven artista que en 2009 comenzó a organizar sesiones de poesía en un bar de Dakar que se llamaba Pink, en la zona del embarcadero. “Íbamos cuatro o cinco personas”, recuerda Minuss, “luego pasamos a otro local llamado Le Point E. Allí cogimos vuelo”.
Lo que hacen, esta declamación de poesía a veces acompañada de un fondo musical, es slam, un término que nació hace 20 años en Estados Unidos para definir a un arte que hunde sus raíces tanto en la literatura norteamericana como en las culturas negroafricanas. “Es difícil conocer el origen, porque en realidad el slam procede de la oratoria y esto ya lo cultivaron los griegos”, asegura Djamil. “La música no es imprescindible, lo importante es la palabra, la fuerza de los textos”, añade Halil.
Hace unos días pasó por Dakar Fabian Marsaud, el gran gurú de la poesía slam en lengua francesa. Conocido en todo el mundo como Grand Corps Malade (Gran Cuerpo Enfermo), Marsaud sufrió una rotura de vértebras cuando tenía 20 años a consecuencia de una mala zambullida en una piscina. Sin embargo, logró recuperarse y se ha convertido en un ídolo para los slameurs del mundo francófono. Los chicos de Vendredi Slam lo veneran y ven en Marsaud la imagen de alguien que supo hacer frente a la adversidad y hacer llegar su voz al mundo a través de discos de éxito y actuaciones por todas partes. En Senegal quieren ser como él. Aquí, estos poetas, urbanos y rebeldes, recitan muchas veces a la luz mísera de bares poco frecuentados o en patios privados donde construyen su universo paralelo, pero cada vez más les empiezan a llamar de teatros y locales de moda, como el Sorano o el Just4U.
Durante una semana, poco después de la visita de Grand Corps Malade, el Instituto Goethe de Dakar acogió un taller de escritura organizado por Vendredi Slam. Durante horas, una veintena de alumnos aprendían técnicas básicas de la redacción poética y se lanzaban a componer sus primeros textos que luego recitaron en una sesión especial. Uno de los platos fuertes era la escritura colectiva, hacer composiciones entre dos, tres o cuatro personas, algo que también es propio de este arte. Sin apenas apoyos, sin un circuito cultural sólido que les permita llegar al gran público, con pocas esperanzas de ganarse la vida con lo que mejor saben hacer, los jóvenes poetas resisten.
En Senegal el hip hop tiene una fuerza enorme. Solo en las afueras de Dakar, en el eje formado por los enormes barrios de Guediawaye, Pikine y Thiaroye, hay no menos de 3.000 pequeños grupos de rap.
Quizás por eso el slam está empezando a calar con fuerza en este país. Porque aquí la oralidad cuenta. Porque no es importante solo decir las cosas, sino la manera de decirlas. Pero, a diferencia del rap, los textos del slam son muy trabajados.
El escritor Boubacar Boris Diop, uno de los grandes de la literatura senegalesa, ya ha sabido ver en estos chicos lo que representan: “Son un nuevo aire para la poesía”, asegura el autor, que ha colaborado en algunos textos de Minuss Niang, el estandarte del grupo.
Al patio del humilde edificio, un espacio al que llaman Hierro y Cristal, no llega el ruido del tráfico ni la escandalera de los niños que juegan en las calles. Aquí suena la voz de estos juglares nocturnos y llega sin intermediarios a las 50 personas que han pensado que esta noche, ¿por qué no?, un poco de poesía recitada con pasión no le hace mal a nadie. Más bien lo contrario. “Ya has llegado a la ciudad. Cierra los ojos y escucha la dulce cacofonía de las bocinas de los coches. Los peatones circulan por la carretera y los coches sobre las aceras, todo el mundo va en dirección contraria y esto te revuelve todos los sentidos. ¡Un caos sagrado!” (letra de Youssou, miembro de Vendredi Slam, sobre Dakar.

luns, 7 de outubro de 2013

Abasse Ndione, contador de historias


Por: José Naranjo | 17 de diciembre de 2012

La casa de Abasse Ndione se encuentra casi al final de Rufisque, a las afueras de Dakar, muy cerca de una enorme fábrica de cemento. A la sombra de las torres de esta inmensa estructura correteaba hace 60 años el pequeño Abasse, pues su padre, comerciante y agricultor, también trabajó allí durante años. Así es este impenitente devorador de libros, uno de los escritores más reconocidos de Senegal, pero a la vez hombre sencillo, amante de la vida en familia, discreto, acogedor. Un autor que se resiste a las nuevas tecnologías, no tiene teléfono móvil y sigue escribiendo a mano, pero a quien le gusta estar informado de lo que ocurre a su alrededor y que luego traslada a sus novelas. Considerado uno de los pocos autores africanos de novela negra, el pasado 11 de diciembre participó, desde Dakar, en una de las actividades del Salón Internacional del Libro Africano (SILA) que este año se celebró en Gran Canaria.
Abasse Ndione nació en Bargny, a pocos kilómetros de Rufisque, el 16 de diciembre de 1946. “Mi infancia fue muy feliz, formidable. Éramos 14 ó 15 niños en la casa, mi padre era polígamo y tenía varias mujeres. Como propietario de una piragua de pesca, daba trabajo a treinta ó cuarenta personas, no pasamos necesidades. Además, durante la II Guerra Mundial, trabajó con los americanos en una base que habían montado al lado de casa, y cuando se fueron en 1945 la casa se llenó de muebles y cosas que ellos le habían dejado. Recuerdo especialmente un fonógrafo con el que toda la familia oía discos de jazz”.
Pero no era lo único que escuchaban en la casa. El pequeño Abasse y sus hermanos se reunían a menudo en el patio para disfrutar de las historias que se contaban a la luz de los candiles. Normalmente eran las mujeres las encargadas de inflamar la imaginación de los niños con historias extraordinarias en las que los personajes eran espíritus mágicos, liebres inteligentes y escurridizas o desagradables hienas. “Eran las tías de la familia las que asumían este rol, pero me acuerdo también de un viejo pariente que venía de Podor, Papa Lö le llamábamos, que nos impresionaba mucho por su manera de contar”, recuerda.
A los siete años, Abasse comenzó a aprender el Corán en una escuela islámica, pero su padre se empeñó en que también aprendiera otras disciplinas y acabó enviándolo a un colegio francés. “Recuerdo el primer libro que leí en la escuela. Se llamaba En el país azul, del escritor galo Armand Grébauval. Pero, desde mi mirada de niño, me sentí muy decepcionado, yo pensaba que en los libros debía haber también historias extraordinarias como las que nos contaban nuestras tías. Fue en aquella época, allá por el año 1956, tendría yo unos diez años, cuando decidí que un día yo también escribiría libros”. 
Pocos años más tarde, el joven Abasse se traslada a Saint Louis, al norte del país, para estudiar Secundaria en el Liceo Peytavin. “Nuestro profesor nos planteó un dilema, nos pidió que escribiéramos una redacción en la que plasmáramos un recuerdo de nuestras vacaciones o bien qué queríamos ser de mayores. Yo escogí esta opción y dije que quería ser escritor. Aproveché la ocasión y le pregunté qué disciplina tenía que estudiar para convertirme en escritor. Recuerdo su respuesta como si fuera hoy. Me dijo que no era una cuestión de estudios, sino de sensibilidad, que en realidad no había ninguna disciplina concreta que yo pudiera cursar para ser escritor, pero que tenía que cultivarme mucho, leer mucho”, añade Ndione.
Y empezó. No descartó ningún género, ningún autor. Abasse Ndione leyó todo lo que cayó en sus manos. De Víctor Hugo a Balzac, de Dostoievski a Hemingway. Finalmente se convirtió en enfermero de Estado y su primer destino fue la ciudad de Sedhiou, en la región de Casamance, al sur del país. “Llegué allí cargado con mis maletas en las que llevaba, sobre todo, libros. Después fui trasladado a dos pequeños pueblos a donde casi nunca llegaban los medicamentos, así que me pasaba las horas leyendo y leyendo. De todo. Cómic, novelas, piezas de teatro, ensayos, cuentos”. Entre sus novelas preferidas, El viejo y el mar, de Ernest Hemingway y No hay orquídeas para la señorita Blandish, de James Hadley Chase.
Y claro, como una cosa lleva a la otra y las casualidades no existen, Abasse Ndione coge el bolígrafo. Cada noche, en una suerte de letanía, el enfermero se quedaba escribiendo libretas y libretas, como si estuviera poseído. “Me acuerdo que escribí tres libros, pero luego destruí los manuscritos. No me gustaron”. Siete años después, fue destinado a Dakar y se instaló muy cerca de la casa familiar, en Bargny. Y hasta allí, ahora sí, vino a buscarle su primera novela. Fue en 1973. “Una noche hubo una redada en el pueblo y la Policía se llevó a cuatro traficantes de cannabis. Para mí aquello era inaudito. Pero claro, en mi ausencia había venido el mayo del 68, el movimiento hippie, la guerra de Vietnam, Woodstock y tantas cosas. El mundo había cambiado”.
El curioso Abasse Ndione empezó a investigar. Se encontró con que en el pequeño pueblo donde había nacido había seguidores de Bob Marley que fumaban marihuana y un mundo que para él era nuevo, desconocido y, por tanto, estimulante. Y volvió a escribir. A la manera tradicional. Cada noche, cuando los niños y la mujer se acostaban, Abasse sacaba su viejo cartón, se lo ponía sobre las rodillas, cogía las libretas y el bolígrafo y se sumergía en ese mundo urbano y nuevo que estaba surgiendo. En dos meses lo tenía terminado. 
En un primer momento, Abasse Ndione pensó que había escrito un guión cinematográfico. Lo envió a la Sociedad Nacional de Cinematografía y allí alguien le dijo que no, que aquello era, en realidad, el embrión de una novela. Abasse volvió a casa y retomó la escritura. El proceso le llevó dos años: cortó, limpió, añadió, retocó su texto, le dio vueltas, lo rehizo en fin. “Escribía hasta que me vencía el cansancio, una costumbre que cogí en aquella época y que aún mantengo”. De aquel frenesí salieron decenas de cuadernos. Veinticuatro meses después, lo llevó a la editorial Nuevas Ediciones de Senegal. Le dijeron que sí, que era excelente, que la publicarían. Ndione estaba satisfecho. Había nacido La vida en espiral.
Sin embargo, tuvo que esperar ocho largos años, hasta abril de 1984, para ver publicada su obra. “A la senegalesa” comenta con ironía. El éxito es inmediato. Seis meses después, se habían vendido todos los ejemplares y en 1985 recibe el Premio de Novela Léopold Sedar Senghor. Un año más tarde, la lectura de La vida en espiral se incluye en la programación de los estudios de Secundaria de todo el país, novela de la que aparece una segunda parte en 1988. La vida en espiral narra la historia de cinco jóvenes que viven en un pueblo llamado Sambay (en realidad su Bargny natal) a una hora de Dakar y que pasan todo el día fumando cannabis. Sin embargo, Ndione no se queda ahí y también fotografía en esta obra a la clase política senegalesa y sus prácticas corruptas.
Pero al escritor le aguardaba aún una gran sorpresa cuando un día de 1998, diez años después, recibe una llamada telefónica. La prestigiosa editorial francesa Gallimard quería publicar su novela y lo hace pocos meses después. Animado por su proyección internacional, empieza a escribir su segunda obra. “La tenía en mi cabeza. Yo no tengo costumbre de tomar notas, pero cuando me siento sé hasta dónde quiero llegar, sólo me falta encontrar las palabras. Me llevó un año y medio, casi dos, darle forma a la novela”, asegura. En 2000, coincidiendo con su jubilación, la editorial Gallimard publica Ramata, la historia trágica de una ambiciosa mujer a la que muchos consideran la Madame Bovary africana, que luego sería llevada al cine.
Tendrán que pasar ocho años, hasta 2008, para que Ndione publique su tercera obra, Mbëckë mi, basada en el drama de la emigración que en aquellos años azotaba a Senegal. Decenas de miles de jóvenes se subían en aquella época a los cayucos que llegaban de dos en dos o de tres en tres hasta las costas de Canarias. Y Ndione se subió figuradamente con ellos a una de estas piraguas y contó su azarosa travesía. “Hubo gente que me llegó a preguntar si realmente había hecho ese viaje. Con este libro se ha hecho también un guión para una película”, explica el autor, ya inmerso en nuevos proyectos, uno de ellos sobre el largo conflicto de Casamance que dura ya treinta años.
“Quiero aportar mi contribución a la búsqueda de la paz. No es posible que los dirigentes de este país no hayan trabajado lo suficiente para conseguir acabar con una de las guerras más fratricidas y olvidadas que existen en el mundo”, explica. Por lo que parece, la hija del escritor, que se encarga de transcribir al ordenador las libretas de su padre, seguirá teniendo trabajo. En sus obras, como si fuera una paciente araña, va tejiendo una red de descripciones precisas y sucesos cotidianos y a la vez sorprendentes en la que acaban cayendo tanto sus personajes como sus lectores. Cronista de lo real, el escalpelo de Abasse Ndione penetra también en los perfiles de seres humanos obligados a desenvolverse en un mundo que los zarandea. Y al final, a uno le queda el regusto de haber paseado por calles, sombras y esquinas que son las mismas que nos esperan a todos en cualquier día y cualquier ciudad y, por eso, tan extraordinarias como los cuentos que el propio Ndione escuchaba contar de niño a Papa Lö.

martes, 1 de outubro de 2013

Mia Couto: “En África no es que se viva un realismo mágico, es realismo real”


El escritor mozambiqueño, blanco, hijo de la colonia y de la historia, ha ganado el Premio Camões 2013, el más prestigioso en portugués.
Con un lenguaje recreado y peculiar, fusiona el mundo africano y europeo.

Mia Couto (1955, Beira, al norte de Mozambique) sería un anodino hombre blanco africano, hijo de colonos portugueses, con físico corriente, gafas y barba cana común, manos siempre en movimiento, chaqueta y pantalón color café y leche, respectivamente, y camisa de mar hoy tan claro como sus ojos… Ese señor António –así se llama en realidad– que te cruzas por la calle y ni ves. Y así sería (y este anonimato le gustaría) si no fuera por su voz. Su voz es un imán que atrae a medida que va lanzando ondas de palabras y estas arman un universo propio, melódico, en un portugués recreado a gusto, poblado de matices, referencias y metáforas. Como cuando habla de “dolencia congénita” al describir cómo se fue haciendo poeta: “A medida que iba naciendo, iba siendo escritor. Fue algo que me acompañó en el descubrimiento de mí mismo”. Cuando habla de cómo cada persona “es una humanidad individual”, cada hombre es una raza (y así titula uno de sus primeros libros). Couto es premio Camões de Literatura 2013 –como lo fueron años antes José Saramago, Manuel António Pina, Jorge Amado, Lobo Antunes o su paisano José Craveirinha– por su “innovación estilística y profunda humanidad”, y solo habla y escribe de los temas que en verdad importan: la vida, la muerte, los sueños y la naturaleza. Entre ellos va colocando atajos, puentes, adornos cual guirnaldas de deseos, frustración, nostalgia, amores, personajes con mucha vida interior y muchos planos (la salud, el sexo, la familia, la tradición…). “En Mozambique, lo que no se ve es más importante que lo que se ve”, indica. Y con eso basta para entenderlo. “África está llena de Macondos”, dijo una vez. Y en Mozambique, precisa ahora, no es que se viva puro realismo mágico. Es que es “realismo real”. Y eso le fascina. “Tengo el privilegio inmenso de vivir en un país donde se producen historias… Mozambique existe porque es un gran productor de historias. Y estas surgen de la confrontación y la convivencia de diferentes culturas, pueblos, naciones, religiones… que para poder trenzarse en armonía de fronteras tienen que presentarse, construirse en personajes. Y a partir de esos fragmentos, poder producir la gran epopeya nacional…”.
Y en ese mundo quedamos atrapados desde el instante en que entramos en una sala vacía de su empresa medioambiental, que no por casualidad se llama Impacto. “Hacemos aquí estudios para conseguir las primeras licencias de carreteras, presas, minas… Todos los proyectos ahora deben tenerla. Se han descubierto muchos y grandes recursos últimamente en Mozambique”. Se trata de una casa baja, muy colonial, de patio con flores y susurros de conversaciones placenteras, en Maputo, ciudad en la que él se instaló en 1972, capital de un país con 25 millones de personas pobres en su mayoría que asisten perplejas a tales perspectivas de desarrollo acelerado. Y allí le asaltamos a preguntas, mientras en la calle resuenan tambores y cánticos de un jardín de infancia cercano.
“Soy Mia Couto, escritor mozambicano”, asegura él al presentarse, con la misma convicción con que luego dirá “soy ecologista”. Pero no lo es con connotaciones de movimiento verde o militante, no, sino en el sentido de biólogo con especialidad: “Mi área es la relación entre fauna y flora, esa frontera de convivencia y dependencia mutua”. Por eso, quizá, en sus libros hay mucho animal: leones que devoran, monos que narran, flamencos que vuelan… Cadenas alimenticias. Pero Couto también estudió medicina, fue 12 años, hasta 1985, periodista de altura (dirigió Notícias de Maputo y la Agencia de Información)…
P. ¿He ahí la multiplicidad, médico, biólogo…?
R. Médico, sí, pero no lo acabé; soy biólogo, fui periodista, trabajo en teatro, tengo aún colaboración con diarios y revistas… Estoy en contra de hacer una cosa sola. De ser solo escritor, por ejemplo, y hablar de tu obra. No. Yo quiero tener una relación con la vida que pase por varias puertas, hacer muchas cosas, desarrollarme disperso por el mundo… Un truco para ser feliz es ese, desdoblarse en muchas vidas y personajes, transformarse uno en su propia narrativa.
P. A los 14 años publicó ya poesía, ¿cómo empezó a escribir?
R. Primero porque yo soy hijo de un poeta, uno que no lo era solo porque escribía, sino porque lo era en su alma… Él me enseñó esa sensibilidad, esa manera de ver el mundo. Y porque en cierto momento yo pensaba que ser adulto era eso, pues automáticamente lo relacionaba con esa gente que venía a casa, escritores y periodistas. Mi padre lo fue también, y muy conocido. Ser hijo de poeta era una especie de condenación en nuestra casa… Mi madre miraba a sus hijos con preocupación (“¿será que viene otro?”), pues pensaba que estos eran cuasi improductivos e inútiles. Así que sin pensar fui siendo escritor… Y segundo, porque soy parte de una sociedad con voces diferentes, soy hijo de esas voces: algunas proceden de África; otras, de Europa, y eso me encantó… Así que fue una dolencia congénita, una fatalidad. La poesía estaba allí, yo no lo decidí, ella tomó posesión de mí.