La barrera que separa a los sanos de los enfermos de
ébola en Liberia parece infraqueable, pero también hay quien consigue pasar al
otro lado
ANE BJØRU
FJELDSÆTER Monrovia 3 OCT 2014 - 18:11 CEST
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Patrick co documento que certifica que ten superado o ébola |
Liberia está dividida por una doble valla naranja.
La construimos para mantener la enfermedad a raya. La levantamos para
separarnos a nosotros (los sanos, los privilegiados) de ellos (los enfermos,
los necesitados). La construimos para sentirnos menos mortales.
Patrick está dentro. Yo estoy fuera.
Le veo todos los días; nos sonreímos y saludamos.
Patrick no es más que un niño pero se pasa el día con hombres cinco veces
mayores que él, casi como si tratara de compensar el hecho de que es demasiado
joven para morir. Cuando tienen suficiente energía juegan a las damas y al
póker, y escuchan BBC África en la radio que les traje un día con mi disfraz
invasor espacial. Patrick tiene una sonrisa tímida y torcida y un moratón junto
a su ojo derecho. Acaba de perder a su madre pero su padre está ahí con él, en este
horrible lugar.
Todos los días me digo a mi misma: Ane, no le dejes
que Patrick te robe el corazón, este niño no pertenece al mundo de los vivos.
Estará aquí una semana y, después, se irá para siempre. ¿Cómo vas a hacer tu
trabajo una vez que Patrick se haya ido? ¿No recuerdas con lo que estás
enfrentando aquí? “Este asunto del Ébola”, como dicen en la radio. Una tasa de
mortalidad potencial de hasta el 90%. La gente al otro lado de la valla no
regresa a este lado. Sabes que es peligroso acercarse.
Me lo repito todos los días y nunca me escucho. Es
imposible no buscar su sonrisa ladeada cada vez que llego a trabajar por la
mañana. Es imposible no darme cuenta de los pequeños cambios en sus niveles de
energía de un día a otro. No puedo resistir saludarle, escrutar su rostro y su
expediente médico intentando desesperadamente encontrar cualquier detalle que
me dé esperanzas de que está mejorando. Alguna señal que me permita albergar
esperanzas de que algún día podremos jugar al póker un día, sin las dificultades
que supone llevar mascarilla, gafas protectoras y doble guante.
Y es entonces cuando llega la horrible mañana. Esa
para la cual me intenté preparar. La mañana en la que Patrick ya no me saluda.
Miro a través de la valla y allí está, tumbado en un colchón a la sombra. Sus
amigos, todos hombres mayores, caminan de puntillas a su alrededor, parecen
preocupados. Me preparo. Me temo lo peor.
Su padre me cuenta que Patrick ha estado toda la
noche quejándose de que le duele el estómago. El pequeño tiene los labios
agrietados, resecos, los ojos febriles y apenas conserva una brizna de su
energía habitual. Intenta sonreír al verme.
—Patrick, amigo no tienes buena cara. Me preocupa
verte así. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?
Patrick levanta la mirada y susurra algo. Me acercó
a él con mi voluminoso traje espacial. ¿Qué ha dicho? me pregunto.
—¿Me puedes conseguir una bicicleta?, me dice.
¡Ay Patrick! ¿Dónde conducirías tu bicicleta? Ahora
estas rodeado de vallas naranjas y nunca aprenderás a montar en bici. No se
trata solo de un dolor de estómago. ¿No te contaron tus amigos mayores sobre
esta maldita enfermedad? ¿o bajaban el volumen cuando en BBC África explicaban
algunos de sus horribles síntomas?
Salgo de la zona de aislamiento. No quiero empezar a
llorar dentro de las gafas. Me odio a mí misma por haber conocido a este niño.
¿Por qué no me quedé en casa?
Me prometo a mí misma que conseguiré un trabajo
normal.
La mañana siguiente, algo me empuja a volver. Quiero
estar ahí por su padre. Parece agotado pero, en cuanto me ve a través de la
valla, me saluda con una sonrisa enorme. Junto a él y desplomado en la silla,
alguien me está mandando una sonrisa tímida y torcida. Patrick no tiene
suficiente energía para levantarse, así que visto con el traje de protección y
entro. A pesar de solo ver una parte minúscula de mi rostro, Patrick me
reconoce:
—Veo a mi amiga. ¡Pero no veo mi bicicleta!
No puedo decirle que no pensaba que sobreviviría la
noche. Intento encontrar las palabras adecuadas. ¿Puedo decir que se me olvidó?
Patrick me mira con severidad.
—La señorita olvida, ¡pero el hombre no!
Patrick, ¿de dónde sacas estas cosas? ¿Es esto lo
que oyes de tu entorno? Prométeme que algún día empezarás a pasar el tiempo con
niños de tu edad.
Patrick y su padre fueron dados de alta el pasado
domingo. Parecían agotados. No me podía creer que Patrick se había curado de
Ébola antes de que el moratón junto a su ojo derecho hubiese desaparecido. Se
había quedado tan delgado que tuvimos que ajustarle los pantalones con un trozo
de cuerda.
Ser dado de alta en un centro para pacientes de
Ébola resulta confuso. Tras semanas rodeado de personas que tienen miedo de
acercarse, de repente todos quieren abrazarte y besarte. Puede desconcertar a
cualquier persona, incluso a un pequeño sabio como Patrick.
En las raras ocasiones en las que un paciente se
recupera le proporcionamos un certificado que acredita que ha superado la
enfermedad, que el análisis demuestra que es negativo para el virus del Ébola.
Aquí está Patrick Poopel, de pie, en mi lado de la
valla, sonriendo tímidamente con su certificado de alta, preparado para
aprender a montar en bici.
Al contrario de lo que puedas pensar, Patrick, esto
es algo que esta señorita nunca olvidará.
Ane Bjøru Fjeldsæter, psicóloga, 31
años, nació en Trondheim, Noruega. Ane ha estado un mes en Monrovia formando
parte de la respuesta de Médicos Sin Fronteras al brote en Liberia
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