Los subsaharianos que llegan a Ceuta o Melilla tienen un
relato común: un viaje de años repleto de hambre, cárceles, mafiosos, calor
infernal y muerte de compañeros de travesía
Sylvester y Cissé relatan sus odiseas
El viento que sopla de madrugada en el Sáhara argelino hiela las entrañas.
Unos 40 jóvenes tiritan de frío a las afueras de Tamanrasset, una ciudad de
casi 100.000 habitantes que se levanta a la orilla de un oasis y sirve de punto
de encuentro a quienes navegan por el desierto. Los viajeros, entre los que hay
nigerianos, cameruneses y congoleños, están en mitad de una de las etapas más
peligrosas de su travesía a través del continente africano, la que les lleva
desde la pobreza conocida a la incertidumbre europea.
Han tardado cinco días en recorrer los 600 kilómetros de arena que separan
Tamanrasset de la ciudad minera de Arlit, la puerta sur del desierto, en Níger.
Están exhaustos. Han viajado apiñados en un vehículo de 20 plazas a más de 50
grados de temperatura. En las horas sin luz, la oscuridad era tan espesa que
solo veían el blanco de los ojos de sus compañeros. Ahora esperan casi desnudos
a que alguien acuda a su encuentro.
Loumkoua Cissé recuerda bien aquella noche en mitad del desierto. Era marzo
de 2009 y él llevaba un año de camino. Ahora la rememora sentado en el salón de
la ONG Acoge, en Madrid, donde estudia electricidad tras un periplo de tres
años que le llevó a través del mismo Sáhara en el que 92 inmigrantes
murieron deshidratados en octubre del año pasado.
Cissé había nacido en Duala, la mayor ciudad de Camerún. Su padre vendía
calzado para mantenerlos a él y a sus ocho hermanos. Cuando el hombre perdió el
trabajo, la estabilidad de la familia se fue al traste. Cissé, aún un
estudiante de 15 años, sintió que no había más salida que huir, y en marzo de
2008 se lanzó a la aventura con una mochila y dos mudas. La oportunidad llegó
en forma de camión de cebollas. Esperó en el mercado a que se pusiera en
marcha. Sin que nadie lo viera, saltó y se agazapó entre la mercancía. Cubierto
de capas de hediondez completó las cinco horas de ruta hasta Yaundé, la capital
de Camerún. Allí, con el poco dinero que tenía, compró un billete de tren hacia
el norte. En apenas 48 horas cruzó la frontera que separa Camerún de Chad.
Estaba solo y no sabía hacia dónde ir.
Como la mayoría de los chicos que se lanzan a cruzar África, Cissé había
dejado su casa sin un destino claro ni dinero. Para continuar quemando
kilómetros necesitaba trabajar. El primer empleo que encontró fue de peón de
obra en Chad durante seis semanas. Allí conoció a un grupo de cameruneses que,
como él, habían abandonado sus casas, aunque con un poco más de información.
Fueron los primeros que le hablaron de una isla italiana muy próxima a la costa
de Túnez, Lampedusa. Pero sus compatriotas le enumeraron los peligros de la
ruta: había que temer al mar, donde se ahogan tantos sueños, y mucho antes
necesitaba preocuparse por los bandoleros que campan a sus anchas por el
desierto de Libia.
Intimidado por las advertencias, Cissé buscó una ruta más segura y decidió
desviarse hacia Nigeria. Llegó en autobús a Maiduguri, una sofocante ciudad en
el norte del país. Allí trabajó como chico de los recados en el mercado
aprovechando que, pese a ser casi un niño, sus brazos eran largos y medía 1,80.
El problema surgió al descubrir que no siempre iban a pagarle sus esfuerzos.
Demasiadas noches se encontró acostado con el estómago vacío tras un trabajo
agotador, así que decidió que Maiduguri no era un buen sitio y emigró de nuevo.
Tomó otro autobús con destino a la populosa Kano, a 700 kilómetros al
oeste. Cuando faltaba poco para llegar a la ciudad el vehículo se detuvo. Una
patrulla de la policía subió e hizo bajar a varios pasajeros. Entre ellos, a
Cissé. “No parece que tengas cara de nigeriano”, le dijeron. El joven se vio a
1.400 kilómetros de su casa y sin saber una palabra de inglés, el idioma en el
que se dirigían a él los agentes de la excolonia británica. Pero tiró de
ingenio. “Mi madre es camerunesa, pero mi padre es de Nigeria y vengo a verle”,
respondió. Los agentes, que buscaban terroristas de la milicia islamista de
Boko Haram, lo dejaron ir.
En Kano, Cissé aguantó seis meses en el mercado de la ciudad. Varios
conocidos le aconsejaron que cruzara la frontera con Níger y desde allí se
buscara un futuro en el norte de África. Pero para eso había que atravesar el
desierto. Sin arredrarse, Cissé se presentó a los hombres que organizaban los
viajes para cruzar los 600 kilómetros de arena y sed hasta Argelia. Ellos lo
metieron en un atestado jeep militar en Arlit para afrontar el trayecto. Tras
12 horas de viaje entre dunas, el vehículo se estropeó y dejó al grupo tirado.
“En un par de días en el Sáhara una persona gorda se queda así”, explica Cissé
alzando el dedo meñique de su mano derecha. El conductor y los viajeros
intentaron arrancar una y otra vez, pero el sonido del contacto se ahogaba
antes de encender el motor. “Las primeras horas te preocupas de que se arregle
la avería; a partir del segundo día ya solo piensas en que vas a morir”,
recuerda el chico.
Efectivamente, a las 48 horas apenas quedaban comida ni agua. El calor era
tan intenso que incluso a la sombra del coche costaba respirar. En la mañana
del tercer día, dos congoleños de 20 años lograron ajustar las piezas del
motor. El conductor, un nigeriano reservado y con los ojos enrojecidos por el
sol, encendió el motor y los gritos de alivio resonaron en el desierto.
El viaje del grupo continuó. Durante dos días serpentearon para evitar los
controles de la policía argelina. “Cuando subíamos una duna muy empinada, unos
caíamos sobre otros; estábamos tan apretados que se nos hinchaban las piernas”,
recuerda Cissé. “Pero nadie se quejaba porque estábamos en marcha”. Solo a
veces, cuando la angustia se hacía insoportable, alguien golpeaba la cabina del
conductor para que se detuviera y los chicos pudieran desentumecer las piernas.
Tras cinco días alcanzaron las afueras de Tamanrasset.
La memoria de Cissé regresa a ese día. Llevan siete horas esperando donde
el conductor del todoterreno les había ordenado. Aparece entonces una caravana
de taxis. Desconcertados ven cómo un grupo de subsaharianos y árabes baja de
los vehículos. “Nos dijeron que para llevarnos a la ciudad les debíamos pagar
más, pero no teníamos dinero, así que teníamos que trabajar para ellos”. El
único modo de seguir el viaje pasa por aceptar el chantaje de esa mafia que
trafica con las esperanzas de muchas de las 80.000 personas que, según la
Agencia de Naciones Unidas para la coordinación de Asuntos Humanitarios,
atraviesan el Sáhara a través de Níger cada año.
Tamanrasset es un gran cruce de caminos para los emigrantes africanos,
muchos de los cuales no aspiran a alcanzar Europa. De hecho, el 80% de ellos no
sale del continente. A Tamanrasset llegan los que proceden del sur, como Cissé,
y los que vienen del este, de Etiopía, Eritrea o de Sudán del Norte. Este último
es el caso de Sylvester, hoy un joven de 28 años, de 1,95 de estatura y
facciones finas, que alterna una sonrisa infantil con una expresión de
pesadumbre cuando rememora los días de su viaje mientras toma un té también en
Madrid.
Hoy Sylvester vive en un piso de acogida en Parla y estudia español. Han
pasado cinco años, pero sus enormes manos continúan marcadas por el trabajo en
la granja de su familia y su labor de mecánico. Ese era su oficio en
Tamanrasset, donde llevaba meses viviendo con su amigo Musa cuando Cissé y su
grupo llegaron a la ciudad en la primavera de 2009. En su camino hasta allí
había tardado seis meses. Primero atravesó Libia en moto, hasta que la máquina
dijo basta, y luego viajó en autobuses atestados.
En Argelia, que al igual que Marruecos ha llegado a acuerdos con la UE para
reforzar sus fronteras, los subsaharianos deben vivir ocultos. “Cuando la
policía ve a un negro es como si viese dinero: sale corriendo a por nosotros”,
explica Cissé. Él y Sylvester nunca llegaron a encontrarse, pero sus caminos
discurrieron paralelos durante muchos meses, hermanados por las penurias.
Ninguno de los dos podía pasear ni trabajar en los mercados. Se arriesgaban a
ser capturados, deportados y abandonados a su suerte en el desierto.
Para devolver su deuda con la mafia, el adolescente camerunés tomó cada día
diferentes caminos para llegar a la zona de viviendas en construcción en la que
trabajaba, en el extrarradio de Tamanrasset. No tenía arnés ni casco. Su
capataz argelino tan solo le extendía unos guantes desgastados que apenas le
protegían las manos. Todos sus compañeros eran veinteañeros que cargaban
carretillas de cemento, ladrillo y grandes tablones de madera que subían a
estructuras de 20 metros de altura a cambio de comida y la promesa de saldar su
deuda “pronto”. Así pasaron meses, hasta septiembre de 2009. “Un día iba con
dos compañeros. Estábamos cerca del trabajo, teníamos que subir una cuesta muy
empinada cuando vimos a la policía corriendo hacia nosotros. No teníamos
escapatoria”. Tres horas después Cissé estaba esposado, en el desierto, en un
camión del Ejército argelino, camino de la frontera con Malí, deportado.
Allí, en los primeros poblados tras la frontera se hizo con un preciado
pasaporte falso maliense, que es aceptado en Argelia. “Gasté todo el dinero que
tenía en conseguirlo. El hombre que me lo vendió estuvo un rato mirando muchos
hasta que encontró el de alguien que se parecía a mí”. Con su nueva identidad
regresó a Tamanrasset, otra vez el punto de partida, pero con el objetivo de
recoger sus pertenencias y viajar hacia el norte de Argelia.
Mientras, Sylvester también pensaba en el Mediterráneo, en Orán. Emprendió
con Musa 2.000 kilómetros de viaje por carretera, en autobuses “más o menos
como los españoles”. Sus pasaportes sudaneses les garantizaban un trayecto
tranquilo; el maliense de Cissé, también. Pero cada control de carretera abría
una incógnita. “A los subsaharianos siempre nos pedían la documentación,
siempre”, explica. El adolescente, que acababa de cumplir 17 años, ya había
mecanizado el proceso. Bajaba del autobús con su bolsa, su único equipaje,
sacaba el pasaporte falso, ponía una mueca de sumisión y esperaba a que el
agente de turno asintiera.
Tras dos días de viaje, llegó a Orán, pero allí no había nada para él. “En
Argelia no podía trabajar. Solo pedir en la calle y escapar de la policía”.
Libre del peso de ser explotado por una mafia, durante cuatro meses “muy duros”
vivió en la calle. Así recibió el año nuevo de 2010. Fue entonces cuando empezó
a pensar en Europa.
La rampa de salida hacia la Península comienza en la frontera entre Argelia
y Marruecos. En los 27 kilómetros que separan Maghnia de Oujda. “No hay
señales, solo tienes que caminar y caminar con mucho calor”, recuerda Cissé. Un
recorrido en el que la picardía tiene su papel. Conocedores de las tensiones
diplomáticas entre los dos países magrebíes, en caso de ser interceptados por
la guardia argelina los chicos del desierto les cuentan que ha sido el Ejército
marroquí el que los ha trasladado a ese lugar. “Así ellos nos envían a
Marruecos”, explica Cissé.
A partir de este punto entra en juego el tren. Los controles en las
estaciones ferroviarias son fuertes y no pueden colarse. Cissé y un grupo de
chicos a los que se había unido en la frontera dormían en vagones abandonados
en la estación de Oujda. Su tren salía al amanecer. Antes de que se levantara
el sol, seis adolescentes se escondieron entre las vías, tras la máquina de un
convoy en desuso. Sonó el primer pitido. Los jóvenes se acuclillaron como en
posición de salida para una carrera de 100 metros libres. Sonó el segundo
pitido y flexionaron sus piernas para lograr la mayor explosividad. El tren se
puso en marcha. Alcanzó los 10, 20, 30… kilómetros por hora. Sonó el tercer
pitido y salieron disparados al encuentro de la máquina. La penumbra y la
fuerza de las zancadas nublaban la vista y distorsionaban las formas del vagón
justo antes del salto para asirse a las puertas metálicas.
Todos lograron abrazarse al tren. A 80 kilómetros por hora el frío era
intensísimo. Quedaban por delante 535 kilómetros y 10 horas hasta llegar a
Tánger. “Te tienes que agarrar bien, y aguantar. Aguantar muchas horas. Y no te
puedes dormir, porque entonces lo pierdes todo”.
Sylvester y Musa optaron por desviarse hacia Marraquech, donde tenían
amigos que les podían facilitar alojamiento. En la ciudad el joven mecánico
volvió a probar suerte en su oficio. Encontró un taller en el que trabajar,
pero tras apenas unas semanas el dueño le acusó de robar y lo despidió. La
salida a Tánger se presentó como una huida hacia adelante. “Desde Tánger se
puede ver España”, recuerda. Y esa visión precipitó la decisión final: lanzarse
al mar para entrar en las aguas jurisdiccionales españolas alrededor de Ceuta y
ser rescatados por la Guardia Civil.
Los dos amigos se hicieron con una balsa de plástico. La empujaron mar
adentro hasta perder pie. Sylvester subió a la embarcación, se giró y extendió
su mano para encontrar la de Musa, pero no la veía. Se llevó las manos a los
ojos para aclarar la vista y encontrar la mano, pero no veía nada. Ni los
dedos, ni los brazos, ni el pelo, ni la cara de Musa. Siguió buscando, gritó su
nombre, pero no encontró nada. El pulso acelerado, la respiración entrecortada
y los gritos de la guardia marroquí le empujaron a continuar mar adentro hasta
que la Guardia Civil salió a su encuentro y lo condujo a Ceuta. Era la
primavera de 2010. Habían pasado dos años desde que Sylvester salió de Darfur.
Acercándose a los montes que rodean la ciudad ya estaba
también Cissé. Tras cinco meses trabajando en el mercado de Tánger, tres años
de odisea desde su salida de Camerún y a punto de convertirse en mayor de edad,
decidió que el mar era el mejor modo de conquistar la ciudad. Sin saber nadar,
abrazado a un neumático, logró entrar en aguas internacionales y ser llevado a
Ceuta. Era la primavera de 2011. Quedaba muy lejos el día en el que dejó Duala
envuelto en cebollas.
Un sueño con final inesperado
Kenneth Iloabuchi quería llegar a Londres para ser
abogado y terminó de sacerdote en Murcia
JORGE
MARIRRODRIGA Madrid 5 ENE 2014
A mediados de los noventa, varios jóvenes de Adaci Nnukwu, en el Estado
nigeriano de Anambra, a unos 500 kilómetros al este de Lagos, soñaban. Recibían
por televisión imágenes de una vida mejor. Reino Unido era (y es) para muchos
nigerianos un sueño alimentado no solo por lo que ven y escuchan en los
receptores, sino también por los relatos de quienes ya lo han conseguido.
Porque, según la Oficina Nacional de Estadística británica, en la actualidad
174.000 nigerianos tienen residencia legal en el país.
Entre esos jóvenes, para los que la Premier League, el Támesis o la
estación Victoria no son curiosidades extranjeras, sino la promesa una vida
mejor, estaba Kenneth Chukwuka Iloabuchi (nacido en 1979), que, acabada la
enseñanza secundaria, imaginaba junto a sus amigos cómo sería la Facultad de
Derecho de Londres. Un buen día, con los 18 recién cumplidos, Iloabuchi habló
con su madre (su padre había fallecido cuando tenía ocho) y le expuso su plan.
Iloabuchi era el más pequeño de siete hermanos y su madre mostraba resistencia
a dejarlo marchar y temor ante la incertidumbre de un viaje que muchos habían
iniciado y solo una pequeña proporción culminaba. Era 1997 y no tenía noción de
cómo viajar. “Por no tener, no teníamos ni teléfono”, cuenta.
El sueño se puso en marcha. La familia recolectó algo de dinero, Iloabuchi
se despidió y, acompañado de un amigo, se dirigió a Lagos, la antigua capital
de Nigeria. En una agencia de viajes les mostraron un mapa. El plan parecía
sencillo: viajar hasta Marruecos en avión y entrar en el país norteafricano de
forma legal con un visado. Desde allí a España y, vía Francia, directos a
Inglaterra. “Nos dijeron que era muy fácil entrar en España”. Los amigos se
miraban incrédulos. “Era alucinante lo cerca que estaban Tánger y Ceuta. Y
además nos explicaban que España necesitaba gente que trabajara en el campo,
con lo cual teníamos la entrada asegurada sin mucho control”.
Ambos hicieron lo que les habían dicho. Esperaron unos días hasta obtener
el visado de entrada en Marruecos, compraron un billete de avión y en
septiembre de 1997 llegaron a Casablanca. Allí descubrieron el engaño. El
primero de muchos. “Cruzar la frontera era muy, muy difícil”. Iloabuchi pasó
los siguientes dos años viviendo como podía en Marruecos. “Estaba en la calle,
sin techo”. Finalmente, tras vagar por Tánger, se decidió y trató de entrar en
Ceuta cruzando la frontera directamente. La Guardia Civil lo detuvo y lo
devolvió. Pero antes los guardias marroquíes habían roto su pasaporte para que
no hubiera prueba de la estancia legal de Iloabuchi en Marruecos. El joven era
un hombre sin papeles y sin país al que ser devuelto. Su destino temporal fue
un centro de detención.
Quince días después, Iloabuchi, ya sin su amigo, fue obligado a subir a un
camión junto a varias decenas de inmigrantes. Después de largas horas viajando
hacia el Este bajaron. “Era de noche, no sabíamos dónde estábamos”. Era la
frontera entre Marruecos y Argelia. “Nos dijeron: ‘Yala, yala’ [vamos, vamos] y
se marcharon”. Era un grupo de unas 60 personas de varias nacionalidades. “Allí
es donde piensas de verdad: estoy perdido”. No sabían adónde ir. Unos se
sentaban y otros lloraban. En el centro de detención les habían recomendado
caminar hacia Argelia, pero que tuvieran mucho cuidado. Tras una noche de
caminata, un pastor les confirmó que habían llegado al país. Varias jornadas
después divisaron las cercanías de Orán. “Había inmigrantes de todos los
países: Senegal, Malí… Muchísimos” Pasaron ocho meses en los que Iloabuchi
volvió a sobrevivir en la calle. Pudo comunicarse con su familia, explicar la
situación y pedirles que juntaran otra vez dinero para regresar, esta vez
ilegalmente, a Marruecos.
Llegó el dinero y parecía que lo peor había pasado. Al fin y al cabo, el
joven ya sabía cómo se las gastaban las mafias y las autoridades fronterizas.
El plan, de nuevo, era sencillo: entrar en Marruecos caminando y, evitando a la
policía, llegar a Tánger. No fue así. “No teníamos ni idea. En mi vida he visto
nada parecido”. Iloabuchi y su grupo fueron de nuevo abandonados en el
desierto, esta vez por las mafias, y caminaron en sentido contrario al viaje
realizado meses atrás. Fueron tres semanas de infierno. “Estar perdido en el
desierto te hace morir. Llegamos a estar varios días sin comida y sin agua. Nos
bebíamos la orina. Uno de mis compañeros murió de sed en mis brazos; ¿sabe lo
que es no tener fuerzas ni para consolar a un moribundo?”. Viajaban de noche y
en zonas habitadas dormían en los cementerios.
De vuelta en Rabat, Iloabuchi planeó el cruce de la frontera. Esta vez lo
haría de otra forma. Volvió a hablar con su familia y pidió más dinero. Y así
una calurosa noche de julio de 2000 subió a una patera junto a otras 80
personas. La embarcación se lanzó al Estrecho acompañada de otra con un centenar
de inmigrantes a bordo. La mar se encrespó y la otra patera caló el motor.
“Lloraban y gritaban. Nosotros les dábamos ánimo, pero el mar estaba muy mal”.
En un abrir y cerrar de ojos, una ola volcó la patera averiada y, tras unos
segundos de gritos de pánico, llegó el silencio total. Fue en aquel instante
cuando Iloabuchi renunció a su sueño: a Londres y a ser abogado. “Recé y le
dije a Dios: ‘si me sacas de esta, te daré mi vida”. Momentos después, una
patrullera de la Guardia Civil los rescató y los llevó a Algeciras. Tras unas
semanas internado, un juzgado le dio 48 horas para salir de España, e Iloabuchi
no lo pensó: cogió un autobús y huyó. En los siguientes dos años, Iloabuchi
trabajó en la construcción y en el campo. Tuvo una pareja estable. La odisea de
su viaje quedaba atrás. “Hablaba con mi madre y me preguntaba siempre: ¿vas a
la Iglesia?”. Un día de 2002 entró en la parroquia de San Andrés en Murcia con
la misa ya empezada y se quedó al fondo. “De pronto, el cura me llama delante
de todos. Me hace subir junto a él y dice que todos somos hijos de Dios”. El
párroco, Jesús Avenza, entabló amistad con aquel joven que había cruzado medio
mundo en busca de su sueño.
“Finalmente no he conseguido mi sueño, pero he recibido
un regalo”. Es la primera vez que Iloabuchi sonríe en todo el relato. Desde el
pasado 29 de septiembre es el padre Kenneth. “Soy consciente de que he recibido
mucho, y ahora me toca dar”, explica en la sede de Ayuda a la Iglesia
Necesitada en Madrid. Trabaja en Murcia en dos parroquias y ayuda a los
inmigrantes. “Yo soy inmigrante”, recalca. ¿Y el amigo con el que salió de
Adaci Nnukwu? Una sonrisa aún más amplia ilumina el rostro del padre Kenneth:
“Se ha licenciado en Inglaterra”.
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