El escritor mozambiqueño, blanco, hijo de la colonia y de
la historia, ha ganado el Premio Camões 2013, el más prestigioso en portugués.
Con un lenguaje recreado y peculiar, fusiona el mundo
africano y europeo.
Mia Couto (1955, Beira, al norte de Mozambique) sería un anodino hombre
blanco africano, hijo de colonos portugueses, con físico corriente, gafas y
barba cana común, manos siempre en movimiento, chaqueta y pantalón color café y
leche, respectivamente, y camisa de mar hoy tan claro como sus ojos… Ese señor
António –así se llama en realidad– que te cruzas por la calle y ni ves. Y así
sería (y este anonimato le gustaría) si no fuera por su voz. Su voz es un imán
que atrae a medida que va lanzando ondas de palabras y estas arman un universo
propio, melódico, en un portugués recreado a gusto, poblado de matices,
referencias y metáforas. Como cuando habla de “dolencia congénita” al describir
cómo se fue haciendo poeta: “A medida que iba naciendo, iba siendo escritor.
Fue algo que me acompañó en el descubrimiento de mí mismo”. Cuando habla de
cómo cada persona “es una humanidad individual”, cada hombre es una raza (y así
titula uno de sus primeros libros). Couto es premio Camões de Literatura 2013 –como lo
fueron años antes José Saramago, Manuel António Pina, Jorge Amado, Lobo Antunes
o su paisano José Craveirinha– por su “innovación estilística y profunda
humanidad”, y solo habla y escribe de los temas que en verdad importan: la
vida, la muerte, los sueños y la naturaleza. Entre ellos va colocando atajos,
puentes, adornos cual guirnaldas de deseos, frustración, nostalgia, amores,
personajes con mucha vida interior y muchos planos (la salud, el sexo, la
familia, la tradición…). “En Mozambique, lo que no se ve es más importante que
lo que se ve”, indica. Y con eso basta para entenderlo. “África está llena de
Macondos”, dijo una vez. Y en Mozambique, precisa ahora, no es que se viva puro
realismo mágico. Es que es “realismo real”. Y eso le fascina. “Tengo el
privilegio inmenso de vivir en un país donde se producen historias… Mozambique
existe porque es un gran productor de historias. Y estas surgen de la
confrontación y la convivencia de diferentes culturas, pueblos, naciones,
religiones… que para poder trenzarse en armonía de fronteras tienen que
presentarse, construirse en personajes. Y a partir de esos fragmentos, poder
producir la gran epopeya nacional…”.
Y en ese mundo quedamos atrapados desde el instante en que entramos en una
sala vacía de su empresa medioambiental, que no por casualidad se llama
Impacto. “Hacemos aquí estudios para conseguir las primeras licencias de
carreteras, presas, minas… Todos los proyectos ahora deben tenerla. Se han
descubierto muchos y grandes recursos últimamente en Mozambique”. Se trata de
una casa baja, muy colonial, de patio con flores y susurros de conversaciones
placenteras, en Maputo, ciudad en la que él se instaló en 1972, capital de un
país con 25 millones de personas pobres en su mayoría que asisten perplejas a
tales perspectivas de desarrollo acelerado. Y allí le asaltamos a preguntas,
mientras en la calle resuenan tambores y cánticos de un jardín de infancia
cercano.
“Soy Mia Couto, escritor mozambicano”, asegura él al presentarse, con la
misma convicción con que luego dirá “soy ecologista”. Pero no lo es con
connotaciones de movimiento verde o militante, no, sino en el sentido de
biólogo con especialidad: “Mi área es la relación entre fauna y flora, esa
frontera de convivencia y dependencia mutua”. Por eso, quizá, en sus libros hay
mucho animal: leones que devoran, monos que narran, flamencos que vuelan…
Cadenas alimenticias. Pero Couto también estudió medicina, fue 12 años, hasta
1985, periodista de altura (dirigió Notícias
de Maputo y la Agencia de Información)…
P. ¿He ahí la multiplicidad, médico,
biólogo…?
R. Médico, sí, pero no lo acabé; soy
biólogo, fui periodista, trabajo en teatro, tengo aún colaboración con diarios
y revistas… Estoy en contra de hacer una cosa sola. De ser solo escritor, por
ejemplo, y hablar de tu obra. No. Yo quiero tener una relación con la vida que
pase por varias puertas, hacer muchas cosas, desarrollarme disperso por el
mundo… Un truco para ser feliz es ese, desdoblarse en muchas vidas y
personajes, transformarse uno en su propia narrativa.
P. A los 14 años publicó ya poesía,
¿cómo empezó a escribir?
R. Primero porque yo soy hijo de un
poeta, uno que no lo era solo porque escribía, sino porque lo era en su alma…
Él me enseñó esa sensibilidad, esa manera de ver el mundo. Y porque en cierto
momento yo pensaba que ser adulto era eso, pues automáticamente lo relacionaba
con esa gente que venía a casa, escritores y periodistas. Mi padre lo fue
también, y muy conocido. Ser hijo de poeta era una especie de condenación en
nuestra casa… Mi madre miraba a sus hijos con preocupación (“¿será que viene
otro?”), pues pensaba que estos eran cuasi improductivos e inútiles. Así que
sin pensar fui siendo escritor… Y segundo, porque soy parte de una sociedad con
voces diferentes, soy hijo de esas voces: algunas proceden de África; otras, de
Europa, y eso me encantó… Así que fue una dolencia congénita, una fatalidad. La
poesía estaba allí, yo no lo decidí, ella tomó posesión de mí.
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